La primera vez que la vi

Nunca olvidaré la primera vez que la vi.

Ocurrió en Madrid, un caluroso mes de septiembre de hace ya más de veinte años, y parece que fue ayer.

Sabía que venía y llevaba tiempo esperándola, hasta que por fin llegó.

Avisó con tan poco tiempo que casi no pude prepararme; la verdad es que lo había imaginado diferente.

Fui a esperarla a una sala de ambiente frío y austero donde, en contrapartida, se palpaba la tensión y el sudor de los presentes. El tumulto de voces extrañas no ayudó a mi concentración. Ahora soy consciente de que no me estaba enterando de mucho; tenía mi atención tan centrada en su llegada, que descuidé otros detalles.

Por fin la tuve delante.

¿Guapa? Entonces no me lo pareció.

¿Atractiva? No lo podría asegurar.

¿Discreta? Su tono de voz indicaba todo lo contrario.

La cabeza me empezó a dar vueltas y temí perder el sentido quedándome con esa extraña sensación. Lo que me trajo de vuelta a la realidad, fue lo que nunca he soportado escuchar: el llanto de a quien yo acompañaba.

Cuando entendí que eran lágrimas de alegría, la volví a mirar, y entonces sí la vi.

Allí estaba ella. Arrugada, manchada y sin dejar de chillar. Mi hija, en brazos de mi mujer, reclamaba su lugar en el mundo. Y entonces la quise, la quise como no he querido a nadie más, y sé que nunca más querré.