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¿Y mi brazo? (ejercicio de escritura rápida)

  • Foto del escritor: Daniel Carazo
    Daniel Carazo
  • 27 nov
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 28 nov

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Como decían en la mítica serie Las Chicas de Oro —esto solo lo entenderá el que haya visto la televisión a finales de los ochenta—, quiero empezar este relato con la inovidable frase:

“Imaginad: Túnez, año noventa…”

Porque fue ese año, y en ese país, donde ocurrió la anécdota que me dispongo a compartir en este breve relato.

El verano de aquel ya lejano año, me encontraba inmerso en la apasionante aventura de recorrer Túnez de norte a sur y de este a oeste, de la única forma que se podía hacer en aquel entonces con dieciocho años, poco dinero y bastante inconsciencia: de mochilero. Pero no de lo que hoy —en el siglo XXI— se considera mochilero, sino de lo que era entonces: sin teléfono móvil ni internet. Alguno más joven no se lo podrá ni imaginar.

Ya avanzado el viaje, recalamos en un pequeño pueblo, cercano al desierto de Douz: la llamada Puerta del Sáhara y para nosotros destino marcado como imprescindible desde Madrid. Allí teníamos la intención de contratar un guía local para adentrarnos en un paisaje tan diferente a todo lo que estábamos acostumbrados a ver, pero llegamos de noche y tuvimos que buscar algún sitio para pernoctar antes de preparar nuestra aventura.

Buscando a pie de calle —casi tipo Pekín Exprés—, encontramos una modesta pensión en la que nos dejaban una habitación para los cinco que viajábamos juntos: una pequeña estancia en la que sorprendentemente cabían muy justas cinco camas. Pagamos la noche y nos encerramos allí dentro, deseando que pasaran las horas nocturnas cuanto antes, y sin incidentes.

La habitación, además de la puerta —con un dudoso cerrojo—, tenía una ventana que daba a un pasillo interior del establecimiento por el que tenía que pasar todo aquel que compartiera techo con nosotros. Debajo de esa ventana, estaba justo la cama que me tocó en suerte ocupar; bueno, en suerte o por ofrecimiento mío, que no me extrañaría nada.

Ya tumbado, con la mochila debajo del somier y la riñonera con el escaso dinero que me quedaba bien atada a la cintura, se me ocurrió pensar en el peligro que corría si algún otro cliente de la pensión —que ni mucho menos eran turistas precisamente— tenía la feliz idea de abrir la ventana e intentar robarme. Mierda. Ya no me pude dormir, y eso que estaba agotado.

¿Qué se me ocurrió para evitar que pasara eso? Pues quitarme la riñonera de la cintura y atármela a la muñeca derecha; así, si me la intentaban quitar, me despertaría de inmediato y lo evitaría… o eso pensé.

Con esa seguridad ficticia me dormí, y estoy seguro de que alcancé bien pronto la fase de sueño profundo porque, en el primer despertar de la noche, ocurrió precisamente lo que quiero contar.

Imagino que pasada una media hora —no creo que mucho más—, abrí ligeramente los ojos y ya sentí que algo no iba bien. La escasa luz artificial que se colaba por la temida ventana me indicaba que seguía siendo noche cerrada; no se escuchaba ningún ruido salvo la respiración y algún ronquido de mis compañeros de viaje y la quietud en el exterior de la habitación era total. ¿Por qué, entonces, me invadía el sentimiento de que había pasado algo? Me revolví inquieto y eso provocó que fuera bruscamente consciente de la catástrofe.

Estaba tumbado bocarriba y, al girarme hacia el lado derecho —el de la ventana—, me quedé helado. Había algo diferente en mi cuerpo. Al principio fue solo una sensación, pero fue cogiendo fuerza a medida que las neuronas despertaban y reconectaban en mi cerebro: la ventana, la riñonera atada a mi muñeca derecha, el dinero, el pasaporte… ¿Me habían robado?

Es verdad que notaba menos peso en el brazo derecho, lo cual en principio achaqué, con miedo, a la posible falta de la riñonera. Quise comprobarlo y descubrí con sorpresa que algo estaba mal en mi cuerpo. El brazo derecho era como si hubiera desaparecido; allí no había nada que respondiera a estímulos. Cada vez más despierto, empecé a entrar en pánico. Cambié la orden a mi sistema locomotor y levanté el brazo izquierdo; este sí que respondió y enseguida vi la mano zurda pasando por encima de mi cara para averiguar qué pasaba con su homóloga diestra.

Joder. ¿Era posible? El pánico pasó a verdadero terror cuando lo que palpé fue solo el costado derecho, es decir, la parte baja de la axila y el largo del lateral del costado. Todo liso y sin más órganos relevantes.

¡El brazo derecho no estaba en su sitio!

¡¡No tenía el brazo derecho!!

No recuerdo la velocidad y número de veces que, intentando entender qué estaba pasando, recorrí con la mano izquierda esa parte diestra de mi cuerpo. Lo que no se me olvidará jamás es la sensación de saberme amputado, de asumir que había perdido un brazo solo por evitar un robo, y lo que eso supondría a futuro. Además de mi pánico, también pensaba en el despertar de mis compañeros y su impresión al ver el desastre…

¡¡¡Me habían cortado un brazo para robarme la puta riñonera!!!

Pero… si me habían cortado el brazo… ¿El dolor?, ¿y la sangre? Más conexiones de las alarmadas neuronas empezaron a generar esas dudas.

Aterrado, decidí levantarme y dar la luz del cuarto para comprobar la carnicería. A tomar por culo el susto que se iban a llevar mis colegas. Lo importante era yo, y quizá recuperar el brazo lo antes posible; aunque en aquel pueblo dudo mucho que hubiera servicios quirúrgicos para volver a ponerlo en su sitio, no fue algo que frenara mi impulso.

Debí erguirme demasiado deprisa porque lo que sentí entonces fue un golpe seco entre el pecho y el abdomen.

¿Qué cojones había sido eso?

Maldije todo lo que supe la fatídica decisión de acostarme al lado de la jodida ventana y, como no me dolió el golpe, reanudé mi intención de levantarme. Al sentarme sobre el camastro, sentí entonces otro golpe parecido, esta vez en el muslo derecho. Tampoco percibí dolor, pero a cambio se iniciaron unos calambres donde se suponía que debía tener el ausente brazo derecho. Enseguida empecé a pensar que ya padecía el síndrome del miembro amputado —dicen que cuando te falta un miembro, a veces se siente que sigue ahí por el estímulo de las terminaciones nerviosas del muñón.

Haciendo caso omiso de todas esas señales, conseguí levantarme y, soportando la sensación de que me estaban clavando agujas a lo largo de todo el miembro fantasma, alcancé el interruptor que encendía la única bombilla que servía para iluminar todo el cuarto.

—¿Pero, qué haces? —exclamó un somnoliento compañero.

—Gilipollas, apaga la luz que me acabo de dormir —fue más explícito otro.

—¡Mi brazo! —chillé aterrado—. ¡Me han robado el brazo!

Cuatro pares de ojos se abrieron a la vez y se fijaron en mí.

Yo ya estaba de pie, en mitad de la habitación, y pude sentir cómo esos ojos recorrieron mi cuerpo de arriba abajo, y no una, sino varias veces.

—¿Tú eres imbécil? —preguntó con calma el más sensato de mis amigos.

—Igual está soñando y parece despierto —sugirió otro.

—O es que de verdad es gilipollas —añadió el que ya me había calificado así antes.

El caso es que ninguno de ellos parecía asustado. ¿Cómo podía ser? ¿Estaba delante de ellos, sin brazo, y no hacían nada?

Los calambres pasaron a ser más suaves, quedándose en cosquilleos, y entonces sentí un peso donde debía estar la mano derecha… ¡En la mano derecha! Eso ya superaba todas las teorías sobre los miembros amputados y me hizo mirar qué estaba pasando ahí abajo.

¡Joder!

Allí estaban el brazo y la mano; lo que faltaba era la cochambrosa riñonera causa de toda mi desgracia.

Sin entender nada, intenté mover el recuperado brazo y esas agujas que se me clavaban antes pasaron a atravesar la carne sin piedad. Nunca he estado tan contento de sentir dolor. Me dolían todos los músculos del brazo, y sobre todo me empezó a doler la articulación del hombro.

—Este se ha intoxicado o algo así —susurró otro de mis compañeros de viaje—. ¿Qué cenamos ayer?

—Intoxicado y una mierda. Es gilipollas y punto —sentenció el que insistía en mi personalidad, mientras se tapaba la cara con el saco de dormir.

Cuando la mano izquierda por fin alcanzó a la derecha, y pude masajearme brazo y antebrazo, giré sobre mí mismo, quizá todavía buscando la sangre que tendría que haber derramado la hace escasos segundos todavía tan evidente amputación.

Ver la cochambrosa riñonera, tirada en el suelo justo detrás de la cabecera de mi cama —precisamente hacia el lado derecho de esta—, me hizo entender rápidamente lo que había pasado. Me había quedado muy dormido y, seguramente, el peso de la riñonera atada a la mano derecha —junto a algún brusco e inconsciente movimiento— había llevado a esta hacia atrás, tan hacia atrás que había quedado colgando por detrás de la cabeza, con el brazo en una posición tan forzada que la falta de riego lo había dormido mucho más que la mente. Despertar y tocar el costado derecho sin brazo —unido al miedo al robo con el que me había acostado—, hizo que, por esta vez, la ficción superara a la realidad.

 
 
 

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