—Si quieres un consejo, no lo leas. No te conviene.
—¿Perdón?
—Veo que te dispones a leerlo, y te lo repito: no lo hagas.
—No entiendo. Si lo has escrito, será para ser leído ¿no?
—No tiene por qué. Además…
—Para, para, para… O sea, que has escrito lo que tengo delante, me lo das, ¿y cuándo lo voy a leer me sales con esto?
—Es lo prudente.
—Tú lo que estás haciendo es generar interés sobre tu obra. Eso es de primero de marketing ¿lo sabías?
—Joder. Me estás hartando, y lo digo por tu bien.
—Tú sí que me estás hartando. Voy a leerlo.
—Es peligroso.
—¿Peligroso? ¿Ahora es peligroso? Oye ¿tú te escuchas?
—Más que tú.
—Siento decirlo, pero no hay quién te entienda. Mira, ya ni me apetece leerlo, pero cállate y, solo por tenerte en cuenta, voy a hacerlo, así que déjame de una vez.
—Como sigas así, el que se va a callar serás tú… y para siempre.
—¿Ahora me amenazas?
—No, te digo lo que puede pasar si lo lees.
—¿Qué me voy a morir por leer esto? Te lo tienes un poco creído ¿no?
—Soy realista.
—Pues mira, sí, me voy a callar, pero porque como diga lo que pienso en este momento, igual muero porque después me matas tú.
—Es otra opción, aunque no quisiera hacerlo de ninguna de las dos maneras.
—¡Pero bueno! ¿Ahora resulta que de una forma u otra me vas a matar? Vaya mal rato que me estás haciendo pasar. Y todo por esta mierda que, si me hubieras dejado, ya lo hubiera leído y olvidado hace un rato.
—Devuélvemelo y no lo leas, por favor. Te tengo aprecio.
—¡Que no, coño! Que me lo has dado y voy a leerlo.
—Ya no te lo digo más. Tú verás lo que haces.
—Pues hala, vete por ahí y déjame tranquilo.
—No puedo.
—Joder…
—Que no puedo, ¡hostia! Al final me vas a cabrear.
—¿Ahora soy yo el que te va a cabrear?
—Es que estoy teniendo mucha paciencia.
—Si ya me has dejado leerlo ¿no puedo hacerlo solo?
—Imposible.
—A ver, explícate un poco más, anda.
—Si lo lees, tengo que estar delante.
—¿Y eso?
—Para matarte después.
—¡Toma ya! ¡Otra vez! ¿Así de claro lo dices?
—No puedo ser más sincero.
—Pues no, es verdad, en eso te doy la razón.
—¿Entonces?
—Entonces nada. Yo lo leo y tú haces lo que quieras. Como siempre.
—No me dejas otra opción.
Se establece un silencio, el tiempo justo que necesita para abrir el papel y descubrir la única frase manuscrita en él: acabo de matar a tu mujer.
—¿Y esto?
—Ya ves. Te lo llevo diciendo desde el principio. Que no lo leyeras.
—Pero…
La llamada al móvil interrumpe la conversación. La atiende y, en los escasos segundos que dura, el gesto se le desencaja.
—Me acaba de llamar la policía.
—Lo sé.
—Y me han dicho que han asesinado a mi mujer.
—Te lo acabo de decir yo también.
—¿Has sido tú? ¡Hijo de puta! Te voy a…
No le da tiempo a terminar la frase porque un cuchillo se hunde y agita bruscamente en sus entrañas, a la altura del diafragma, justo debajo del corazón. Se desploma al instante y exhala los últimos suspiros de vida.
—¿Pero… por qué?
—Si no lo hubieras leído, me hubiera ido sin más, pero te lo he demostrado: basta que te prohíba algo, para que te empeñes en hacerlo.
—Hijo…
— ¿Qué, papá? ¿Ves la mierda esa de la violencia filio parental que dice la psicóloga? Si desde el principio me hubieras hecho caso a mí en vez de a ella, no habríamos acabado así.
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