Serían las ocho de aquella otoñal tarde cuando por fin llegó a su destino. Se llevaba preparando para ello desde hacía más de tres meses, tiempo insuficiente para cambiar de vida pero que, sí lo hubiera dilatado más, seguramente habría desbaratado sus planes. No sabe si fué valiente o alocado, la cuestión es que necesitaba hacerlo, y eso estaba intentando.
El viaje desde Madrid fue cómodo hasta llegar a A Coruña, provincia en la que, de manera progresiva, se le fue presentando una climatología hostil, seguramente con la sabia intención de que el hombre asegurara su decisión antes de no tener opción de arrepentimiento. Empezó a llover al dejar la autopista A6, el viento surgió pasado Carballo y la tempestad ya estaba constituida en la entrada a Puenteceso, privándole de la maravillosa vista que había visto en las guías de la Ría de Anllons. Fue al dejar atrás el pueblo de Corme, mientras avanzaba por la estrecha carretera que serpenteaba bordeando la costa, cuando llegó a pensar si no sería mejor volver a la última zona habitada por la que había pasado; los limpiaparabrisas del viejo Opel no daban abasto y el agua se acumulaba en el cristal delantero del coche, formando una cortina tan densa que hacía que él se aferrara con firmeza al volante para evitar que el vehículo se saliera de la calzada.
Cuando ya dudaba del trayecto que le indicaba el navegador, la estrecha carretera llegó a su fin dando un giro de trescientos sesenta grados que dejaba a los viajeros dos únicas opciones: volver por dónde habían venido, o lanzarse al enrabietado océano. Frenó en seco el todoterreno y, más tranquilo, libre del estrés de la marcha, vislumbró a su izquierda la silueta del Faro Roncudo, donde pretendía vivir los próximos meses. El hombre se enfundó el grueso impermeable que descansaba en el asiento trasero y, con miedo a lo que pudiera pasar, se animó a salir del coche para intentar llegar a la base del faro, punto de encuentro con el funcionario que debía facilitarle el acceso a este y darle las instrucciones de supervivencia en tan alejada residencia.
Corrió en diagonal, oponiéndose a Eolo, hasta que pudo refugiarse de su fuerza en el quicio de la estrecha puerta que daba entrada a la edificación. No le esperaba nadie, no encontró ningún timbre y ponerse a vocear su llegada habría sido tan inútil como mirar si su contacto le esperaba por los alrededores, así que deshizo el camino andado con la intención de usar el teléfono desde la seguridad del interior del coche. Fue algo más que desesperación lo que sintió al descubrir la inutilidad de su idea: el terminal no tenía cobertura de la red telefónica.
Ante la opción de volver al pueblo y esperar allí a que mejorara el tiempo, el hombre lo vio como un fracaso justo al inicio de aquella nueva etapa, por lo que despejó la posibilidad de acción más coherente para optar por la de volver al faro e intentar acceder a su interior. Dos empujones con su empapado hombro le sirvieron para resbalarse, asegurarse un buen moretón al día siguiente y conseguir franquear la entrada. Una vez dentro, ya erguido, se encontró ante una estancia oscura, sorprendentemente mal ventilada y presidida por una mesa de madera en la que descansaba una nota manuscrita junto a un manojo de llaves.
¨Bienvenido. He dejado abierto porque me era imposible esperar tu llegada. Aquí tienes las llaves. El mecanismo del faro es automático, solo tienes que preocuparte de que funcione y llamar por radio si deja de hacerlo. Mañana me acerco a primera hora”.
El hombre cerró la puerta y miró una vez más a su alrededor. A parte de la mesa, acompañada solo de dos sillas, una diminuta cocina enclaustrada en un armario y un pequeño aseo eran todas las comodidades de las que iba a disfrutar. Ascendió por la estrecha escalera de caracol hasta llegar a otra sala, lógicamente de menores dimensiones que la primera y donde, a duras penas, cabía un destartalado camastro y un pequeño escritorio presidido por un viejo sillón de ruedas, colocados ambos enfrente del ventanuco que se suponía permitía disfrutar de las vistas al Océano Atlántico. Allí era donde el hombre debía alcanzar su objetivo: aislarse por completo para escribir por fin aquella novela que luchaba por abandonar su imaginación y que la vorágine de Madrid no dejaba brotar. Al lado del escritorio, la ausencia de luz en los pilotos del terminal de radio le confirmó que no funcionaba; una contrariedad que le obligaría a volver al pueblo antes de lo previsto, pero no esa noche.
Agradeció que con una sola salida le bastara para coger del Opel su escaso equipaje, la mochila del ordenador y los restos del bocadillo que se había comprado a la altura de Pontevedra, lo que sería su cena de celebración ante el anhelado inicio de su proyecto. Nuevamente refugiado en el interior del faro, cerró con llave la puerta, se vistió con ropa seca y se instaló en el escritorio con la ilusa intención de iniciar la redacción de la novela. Encendió el ordenador. El blanco del documento sin empezar le atormentó de la misma manera que lo hacía en la ciudad; la intermitencia del cursor esperando su avance se le volvió a hacer insoportable, pero, aun así, se esforzó en mantener la paciencia. La inspiración tenía que llegar, estaba seguro.
No se dio cuenta de cuándo se quedó dormido. Solo fue consciente de ello al despertarse agitado sin saber muy bien por qué. Al dolor del hombro se le sumó un incómodo tirón en el cuello fruto de la mala postura en la que le había mantenido Morfeo. Intentando comprender por qué se había asustado, lo volvió a escuchar: un lamento agudo y angustioso que provenía del exterior. El hombre se levantó del viejo sillón y se asomó preocupado al ventanuco, pero la espesa cortina de agua solo le permitió ver sombras sin definir. ¿Sombras?, giró la vista hacia la parte alta del faro y lo entendió: ¡el faro estaba en funcionamiento! La oscuridad rasgada por el intenso haz de luz era una de las cosas que más ganas tenía de disfrutar en aquel destino, aunque quizá fuera más prudente esperar a mejores noches para hacerlo. Se esforzó en escrutar los alrededores de la edificación; desde luego, si había alguien por allí, lo estaría pasando mal. Volvió a escuchar el lamento y se sobresaltó. ¿Era una petición de auxilio? ¿Era un grito de terror? Sonaba desgarrador.
Dudó sobre lo que debía hacer. Él era la única persona que se suponía estaba allí, y estaba a salvo, pero también era la única ayuda que podría recibir quien estuviera chillando de aquella manera. Ante la imposibilidad de ver nada desde el ventanuco, decidió abandonar su refugio para, al menos, anunciar su presencia en el exterior por si era de utilidad. Localizó una linterna en el armario de la cocina de la planta baja, se enfundó el todavía empapado impermeable y abrió la puerta del faro. Aunque la esperaba, la corriente de aire y agua le empujó hacia el interior, quizá queriendo prevenirle para que no saliera; un tercer aullido, esta vez más fuerte que los anteriores, le impidió optar por lo fácil y le animó a seguir en su empeño. Iluminó la estrecha rampa de acceso al faro y gritó con todas sus fuerzas.
—¡Holaaaaaaa! ¿Hay alguien ahí?
Ante la falta de respuesta, avanzó unos pasos. No pudo evitar volver a alzar la vista para observar nuevamente desde allí el potente halógeno que anunciaba la presencia de la costa a las embarcaciones cercanas. El espectáculo no le defraudó, pero el giro de la luz solo le confirmó la cantidad de agua que caía, casi en diagonal, en todo el perímetro a su alrededor. Desde su posición, a ras del suelo, intentó imitar la acción del faro y dirigió la luz de la linterna a sus lados, buscando el origen de los gritos o cualquier otro signo de presencia humana. Se sorprendió intuyendo un par de siluetas a unos metros de su posición, pegadas a la costa. La luz del faro le ayudó a verlas mejor. ¿Parecían cruces? Desde luego no se había dado cuenta de su presencia al llegar. Mientras estaba intentando hacer memoria y ver si estaban estáticas o se movían, se asustó con otro grito, esta vez más agudo, más prolongado, y claramente proveniente de aquella zona hacia la que estaba mirando.
—¡Holaaaaaa! ¿Necesita ayuda? —repitió, con el mismo éxito que antes.
No, decidió, las cruces no podían haber estado allí sin que él las hubiera visto al llegar; tenían que ser otra cosa, o alguien que las mantenía allí a pesar del temporal. Por lo demás, solo el viejo Opel era reconocible. Fijó su vista en él, quizá aferrándose a lo conocido cuando, de repente, por detrás del vehículo, surgió una sombra que se desplazó demasiado deprisa en la dirección que marcaba el viento, precisamente hacia las siluetas recién descubiertas y zona de origen de los lamentos. Cierto temor invadió al hombre. ¿Qué había sido eso? Le resultaba imposible que hubiera sido una persona, pero ¿qué otra cosa si no?, ¿un animal? Todo su ser prudente le empujó a retornar a la seguridad del faro y no ponerse en peligro. Podía pedir ayuda, pero se acordó de que la radio estaba estropeada y el teléfono era totalmente inservible. No pudo decidir esconderse y dejar de socorrer a quien necesitara auxilio, y menos precisamente allí, en tierra de marinos y en el interior de una edificación diseñada precisamente para salvar vidas, así que volvió a tomar la decisión de avanzar.
Al abandonar la seguridad de la puerta del faro, esta se cerró estrepitosamente. Con el estruendo, el corazón del hombre dejó de latir por unos segundos; también fue consciente de que abrirla de nuevo le iba a costar un nuevo moretón en el ya maltrecho hombro, lo cual no le apeteció nada. Avanzó por la carretera, acercándose a las supuestas cruces, aunque intentando mantener una distancia prudencial.
—¿Hay alguien ahí?
Silencio vocal dentro del estruendo de la naturaleza.
Justo cuando, para acercarse más, tuvo que salirse de la calzada, se repitieron los gritos: esta vez dos seguidos. Llegó a dudar si eran de una persona o de más, porque los tonos fueron diferentes. Por más que él avisaba de su presencia no obtenía ninguna respuesta y la visibilidad, lejos de mejorar, parecía que empeoraba según trastabillaba entre las piedras que precedían la llegada al espacio abierto costero. El faro nuevamente colaboró y, en uno de sus giros, el hombre lo vio claro: dos cruces de mediano tamaño y, al lado de una de ellas, un resplandor blanco que se movía fuertemente agitado por el viento. Parecía un vestido, o una túnica, pero no alcanzó a ver forma humana que lo vistiera. Se quedó quieto, escuchando más lamentos y comprobando aterrado como, cuando la luz le abandonaba, más sombras como la que surgió desde detrás del coche correteaban a su alrededor, sin acercarse tanto como para tocarlo, pero ya sin ningún interés en disimular su presencia. En contra de su voluntad y quizá buscando a quien hubiera perdido aquella túnica, siguió acercándose al origen de las voces; sabía que se encaminaba hacia algo extraño y estaba en Galicia, tierra de meigas y conjuros.
Cuando llegó a la primera de las cruces, algo le empujó por la espalda, algo tan fuerte que le derrumbó y le hizo caer entre las rocas. El dolor en el tobillo fue tal que no tuvo dudas de la fractura de este, y lo peor es que, con su hueso, se rompió la linterna que todavía llevaba en la mano. Quedó aterrado en la oscuridad, ya solo la luz del faro giraba impertérrita y cada pocos segundos le permitía intuir lo que tenía a su alrededor, pero lo que vio no le tranquilizó nada: a su lado seguían deslizándose las sombras, veloces, silenciosas, y la túnica blanca no dejaba de sacudirse.
—¡Ayuda! ¡Por favor, ayuda!
Esta vez fue él quien gritó, con todas sus ganas, reclamando la asistencia que él había ido a ofrecer. Como respuesta, un nuevo grito, esta vez sarcástico, cruel, satisfecho y más agudo que los anteriores. Estaba claro que, quien fuera que le hubiera impulsado a ir hasta allí, había cumplido su objetivo y se regodeaba de ello.
El hombre estaba tendido, impedido, y paralizado por el miedo. Con gran esfuerzo se consiguió levantar, incluso avanzar hasta la segunda cruz, donde los restos del vestido blanco seguían sacudiéndose. Desde allí pudo ver con sorprendente claridad como, un poco más abajo, junto al embravecido mar, el torso desnudo de una mujer emergiendo del agua le tendía la mano, invitándolo a acercarse mientras no dejaba de aullar; ella era el origen de los gritos, de los lamentos, pero no parecía precisamente asustada a pesar de lo arriesgado de su posición y de que las sombras giraban en círculo a su alrededor. El hombre, en un último intento de prudencia, esperó la ayuda del faro. Con la luz, la mujer dejaba de ser visible, pero en su ausencia reaparecía y tenía cada vez más sombras bailando en torno a ella; algunas incluso empezaron a rondarle a él, empujándole hacia su diosa.
Una última ráfaga del faro no fue suficiente para confiar en su criterio. Tenía que salvar a aquella extraña joven. Bastó que se soltara de la seguridad de las piedras sobre las que había caído para que, sin darse cuenta de cómo, se viera arrollado por una corriente que le desplazó hasta los brazos de la mujer. Solo le dio tiempo a comprobar su hermosura, y a escuchar el más desgarrador de los gritos de la noche, antes de ser engullido junto a ella por las olas.
A la mañana siguiente, bajo un sol radiante, pero protegiéndose del intenso viento, el funcionario del ayuntamiento de Corme, responsable del faro, conversaba con una patrulla de la Guardia Civil; no había ni rastro del hombre que debería haber llegado la tarde anterior, como así lo atestiguaban su coche y escasas pertenencias, y que parecía tener tantas ganas de vivir allí. Cuando la benemérita por fin abandonó el lugar para redactar en el cuartelillo un desganado parte de la desaparición, el funcionario, antiguo marino, se acercó con seguridad a las dos cruces de piedra blanca que acompañaban desde hace años al faro. Se colocó entre ellas para disfrutar de la impresionante vista del océano a la vez que rememoraba tantas experiencias vividas en el igual de bello que peligroso Atlántico; esas cruces, él lo sabía bien, rememoraban alguna pérdida acontecida en aquella costa. Distraído, retiró el trozo de túnica blanca que él mismo había colocado la mañana anterior y que, siempre que tenía ocasión, usaba para avisar a A Marixaina para abandonase su refugio en la cueva de Xan Vello, fuera hasta esa costa y se cobrara un nuevo tributo; así, la tradicional sirena gallega saciaba su hambre y no provocaba otros desastres marinos.
Menuda historia. Me ha encantado sobre todo por el misterio que envuelve a los faros. Ojalá tu imaginación se alimente de ellos y pueda surgir una novela más extensa. Seguro que la disfrutaría tanto como este relato. Un abrazo y gracias por pensar en mí.