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Foto del escritorDaniel Carazo

Diario de un diagnóstico

A mediados del mes de marzo, tras más de sesenta días de intenso trabajo, empiezo a notar un adormecimiento de las manos que me preocupa un poco. Para quien no me conozca, soy veterinario, en concreto cirujano veterinario ya que paso en el quirófano más de la mitad de mi jornada laboral; imaginaros que sentir ese adormecimiento no me hizo ninguna gracia pero, pensando que era fatiga muscular, lo dejé pasar unos días. Realmente yo seguía trabajando bien, lo único era que percibía que no tenía en las manos la misma fuerza que antes y que, al final del día, se me quedaban los antebrazos como si hubieran hecho un sobresfuerzo que en realidad no había sido nada fuera de lo habitual. Esos primeros días, como buen autónomo, no le di al proceso la importancia que se merecía y seguí desarrollando mi actividad al mismo ritmo que llevo habitualmente.

Fue en cuestión de una semana aproximadamente cuando esa pérdida de fuerza pasó a ser un dolor en ambas muñecas, que a veces se hacía bastante molesto, y que terminó por extenderse a ambas manos. Así aguanté hasta que llegó un día en que la molestia fue tal —tanto trabajando, como en reposo—, que no me quedó más remedio que convencerme de que igual tenía alguna patología y debía consultar a un especialista.


Hice lo que no se debe hacer nunca y eso que, siendo veterinario, algo de medicina entiendo y tengo cierto criterio médico: busqué en internet posibles causas del dolor de muñecas: artritis reumatoide, otras enfermedades autoinmunes o incluso esclerosis fue de lo más suave que encontré; ¡cómo le gusta a Google alarmar!

«Quita, quita», me dije, y me reafirmé en mi decisión de pedir consejo profesional.


Como hacía cuatro o cinco años que no visitaba un médico —salvo por alguna consulta relacionada con el coronavirus—, decidí empezar por la base y pedí cita en medicina general para exponer el caso y que me orientaran. Conseguí dicha cita relativamente rápido y, en cuanto le expuse mi problema a la doctora que me atendió, debo reconocer que me tuvo muy en cuenta y aprovechó para hacerme un buen chequeo sanguíneo; eso sí, las manos y las muñecas, ni las tocó, ni las miró. Me pidió tantas pruebas que cuando la enfermera que me hizo la extracción de sangre vio el volante de solicitudes, la pobre me miró de una manera que parecía hacerme entender que me fuera despidiendo de este mundo.

Esperé los cuatro o cinco días correspondientes y, ya con los resultados de estos análisis, pedí repetir cita con la misma doctora que los solicitó. Esta vez fue telefónica.

—¿Tiene los resultados?

—Sí, los tengo aquí.

—Léamelos.

Eso hice, seguir sus órdenes y leer, prueba a prueba, todo lo que venía en los cinco folios de informe.

—Está todo bien —me quiso tranquilizar—. Todas las pruebas de enfermedad articular están perfectas.

—Ya… El colesterol un poco alto, ¿no? —es que yo, lógicamente, ya había mirado los resultados antes de leérselos.

—Es verdad. Tiene usted que adelgazar.

—¿En serio? Si yo como para engordar.

Y tras un silencio, ella termina.

—No me acuerdo bien de usted. Debe ser tendencia familar entonces. Le mando unas pastillas y repetimos en tres meses.

—¿Y de mis manos?

—Mmmmmh… Eso será cuestión de pedir cita a un traumatólogo… O a un neurólogo.


El caso es que terminé esa primera consulta más tranquilo —porque al menos sabía que el problema estaba localizado en las manos, y no era una enfermedad general—, con una pastilla diaria para el colesterol, con un cambio en la dieta para echarse a llorar, y teniendo que decidir yo a qué especialista debía pedir la siguiente opinión.


Como lo que yo sentía era dolor, cada vez más localizado en muñecas, antebrazos y manos, decidí —entre las dos opciones que me dio— acudir primero a un traumatólogo. Nueva búsqueda de cita con suerte ya que la conseguí en pocos días. Yo sigo con mis muñecas doloridas hasta que llega por fin ese día de la visita al traumatólogo. Es verdad que llegué diez minutos tarde a la consulta, y pedí perdón por ello, pero la comunicación no verbal de quien me tenía que ayudar no fue precisamente la idónea para alguien que se supone va a ayudarme y a darme una solución frente a algo que me lo está haciendo pasar mal. El traumatólogo en cuestión, cuando yo entré a su consulta, lanzó su teléfono móvil sobre la mesa —pero lo lanzó no como si le hubiera pillado, si no como si le molestara hacerlo porque yo le había interrumpido—, y no se preocupó ni de cambiar su relajada postura corporal en donde estaba sentado, quedándose con una actitud más propia de echar una cabezadita en la silla en la que se aposentaba, que de atender a un paciente. Decidí no tenerlo en cuenta y centrarme en explicar mi problema.

—Pues verá, es que me duelen las muñecas, y el dolor me irradia a las manos y antebrazos, a veces incluso me llega casi al hombro del brazo derecho.

—Ya… —contesta, mientras me mira valorando la veracidad de mis declaraciones.

Tras un momento de silencio —en el que los dos nos debimos evaluar mutuamente—, y por fin tras pedirme solamente que hiciera un movimiento con las manos y preguntarme si me dolía o no, continua.

—Vamos a hacer una radiografía, una ecografía y una electromiografía, que es como se diagnostica el túnel carpiano.

¡Toma ya! Así, sin paños calientes y sin tocarme las doloridas muñecas que además estaban empezando a inflamarse. ¡Túnel carpiano!, como si yo supiera qué es eso —que yo lo sé, pero entiendo que cualquier persona no relacionada con la medicina no tiene por qué saberlo—.


Como soy muy bien mandado —y lo del túnel carpiano era una de las posibilidades que ya sabía yo que había que descartar—, recojo todos los volantes que me extiende y pido citas para las pruebas solicitadas. Conseguirlas ya no fue tan fácil, y hacer todas me llevó casi un mes.

Fui primero a hacerme la electromiografía. Llegué a otro centro médico algo asustado porque me dijeron que era una prueba dolorosa, que te dejaba un poco acalambrado —y yo trabajaba esa tarde, después de hacérmela—. Entro a la consulta donde me la iban a hacer sentarme en una camilla delante de un aparato lleno de cables, lo primero que recibo de la doctora es.

—¿Por qué te han mandado esta prueba?

—Es que me duelen las muñecas, y yo…

—Pues que sepas que tú no tienes túnel carpiano

¡Hala! Sin tocarme ni dejarme dar más explicaciones.

—Pues mejor, ¿no? —respondo yo con el mismo arrojo que ella— Porque yo trabajo con las manos y no quiero ni oír hablar de cirugía en ellas —claro, yo sé que el tratamiento del túnel carpiano es quirúrgico.

Así termina nuestra conversación sobre mi patología para obligarme a aguantar, durante el tiempo que duró el procedimiento, su valoración de lo caros que somos los veterinarios porque una vez fue con su gata de urgencias y le cobraron mucho.

El caso es que termina por fin la prueba —que por cierto fue una electroestimulación y no una electromiografía, como me habían solicitado— y, efectivamente, los resultados fueron normales. ¡No tenía túnel carpiano! Ya me gustaría a mí tener esa capacidad deductiva antes de explorar a un paciente; pero, aunque la tuviera, jamás lo diría —aunque lo pensara— hasta tener la evidencia de las pruebas clínicas.


Descartado este diagnóstico, vuelvo a mi lista de diferenciales —obtenida estudiando mis síntomas y bibliografía médica— y me centro en las lesiones de los tendones que pasan por las muñecas; de hecho, uno de los procesos que me estudio y parece cuadrar con mi proceso es la llamada tendinitis de De Quervain: una inflamación de los tendones que pasan por la cara interna de las muñecas y provocan el mismo aspecto y dolor que tengo. Coincide tanto por la zona inflamada como por los síntomas con electromiografía —o electroestimulación— correctas. Cual es mi alegría que esta tendinitis —fastidiosa pero corregible— se diagnostica por ecografía, ¡una de las pruebas que me queda por hacer!


Así que el día que me toca, voy a realizarme las dos siguientes técnicas diagnósticas tan contento y animado de que me van a confirmar el nombre de la lesión que tengo.

Primero voy a la radiografía. Aquí ningún problema… salvo por lo mucho que le tuve que insistir al técnico que lo que me dolían —y además tenía inflamadas— eran las muñecas, no las manos; lo digo porque al hacer la radiografía, él se empeñaba en centrar la imagen en las palmas y dedos y dejaba fuera de la imagen las maltrechas e ignoradas muñecas. Al menos, este especialista, tuvo a bien no dar su opinión clínica antes de ver la imagen radiológica.

En segundo lugar, pasé a que me hicieran la ecografía. El primer ecografista que me atendió dedicó mucho tiempo a explorar —esta vez sí— las muñecas, pero no lo debió ver claro porque, sin decirme nada, avisó a una compañera para que me evaluara también. Yo, lógicamente pensé: ya ha visto la inflamación de la tendinitis y lo quiere confirmar. La segunda ecografista que entró a la sala, dedicó algo menos de cinco minutos para decirme que no tenía nada inflamado y que la imagen ecográfica era normal.

—Pero… es que esta zona de aquí si está inflamada —me atrevo a insistirle, señalando la evidente inflamación de las muñecas.

—No se ve nada. Ya le pasamos el informe a su médico.


Y fin. Termino estas dos ansiadas pruebas algo desesperado, sin un diagnóstico y con las muñecas cada vez más doloridas e inflamadas. Para colmo de males, cuando la ecografista me entrega el informe, especifica bien claro que no tengo la tendinitis de De Quervain… ¡Pero entonces, qué tengo!


Así que decido no hacerme el listo y no volver a buscar posibles diagnósticos de mi patología, y asumir que me toca volver al traumatólogo para saber cómo seguir procediendo y si, como dijo la doctora de medicina general, tengo que visitar al neurólogo.

Como no estuve avispado, y no cogí esta segunda cita en el traumatólogo cuando salí de su consulta la primera vez, esta vez no la consigo hasta pasados varios días, por lo que decido —para aliviarme un poco el dolor y poder seguir trabajando bien— acudir a un fisioterapeúta que me descargue un poco al menos la zona de los antebrazos.


Acudo a una clínica de fisioterapia donde, tras escucharme —sí, sí… ¡escucharme!—, me ofrecen repetirme la ecografía antes de manejarme las manos y muñecas. Yo, que estoy bastante molesto y cansado del dolor, por supuesto que accedo.

—Hacer lo que queráis, con tal de aliviarme…

Me repiten la ecografía y cual es mi sorpresa cuando, tras unos veinte minutos de exploración, me dicen.

—Pues tienes una tendinitis de De Quervain bastante clara.

Respiro, medito, me concentro para no soltar ningún improperio. Solo acierto a decir.

—Pero… si ya me lo han mirado… ¿en serio?

—Mira, mira…

Y me explican, me enseñan, me demuestran y me convencen de que efectivamente tengo inflamados los tendones de las muñecas —se ve ecográficamente pero, cuando se aprieta más de la cuenta con la sonda del ecógrafo, el pequeño derrame desaparece— y que eso es por fatiga o sobreesfuerzo de la zona, que es relativamente común y que son normales todos los síntomas que les digo.

Como tengo esa otra cita con el traumatólogo, les pido que me faciliten las imágenes ecográficas —a lo que acceden sin ningún problema— y les emplazo a ver qué dice el especialista antes de decidir cómo tratarme esta por fin nombrada tendinitis de De Quervain.


Así que llego a mi segunda cita con el traumatólogo. Esta vez lo hago en hora —bueno, veinte minutos antes, para compensar—, con lo cual no se justifica que su recepción fuera idéntica a la anterior. Después de dejar su teléfono móvil sobre la mesa, me mira —¡me mira!— y me pregunta.

—¿Qué te pasa?

—Le traigo las pruebas que me pidió. ¿Se acuerda? —nótese la diferencia entre un trato de tú, y uno de usted.

—Pues no.

Reconozco que al menos, sincero es. Se gira hacia el ordenador y dedica unos minutos a enterarse de quién ha entrado en su consulta, qué le pasa, leer los resultados de todas las pruebas realizadas hasta entonces y decir.

—Es todo normal.

Algún movimiento hice yo porque, en ese momento, es cuando aprecia que tengo todavía una carpeta en mis manos. Me interroga sobre ella con la mirada.

—Es que como me seguía doliendo, fui a un fisio y me repitió la ecografía —le digo tímidamente, y sin querer parecer que he dudado de sus colegas.

Me extiende la mano y le hago entrega de la segunda ecografía. La estudia, me mira y suelta por su boca.

—¿Y qué vas a hacer, pincharte o seguir en el fisio?

¡Jopé! No me dice nada, no sé si está de acuerdo con el diagnóstico que le llevo, o no, y en el caso de que piense que tengo esta tendinitis de De Quervain, no me explica qué es, por qué en unas pruebas no se ve y en otras sí, qué tratamiento u opciones terapeúticas existen… No explica nada, directamente me pregunta qué quiero hacer yo, ni siquiera me aconseja qué opina él que debo hacer; y menos mal que yo sé que un tratamiento para la tendinitis pasa por infiltrar corticioides en la zona afectada —pincharse, como él dice—, porque si no, cualquier persona ignorante de cuestiones médicas lo debe flipar cuando le suelten algo así. Hombreeeee… una pequeña explicación de lo que es la tendinitis de De Quervain, de su evolución, de las alternativas que hay para su tratamiento…

Mientras yo pienso todo eso, él espera mi respuesta, así que le digo.

—Pues no sé. ¿Qué opciones tengo?

—Si quieres te pincho ahora una muñeca y, en un par de semanas, si te ha ido bien, te pincho la otra.

—No sé… Casi prefiero ser un poco conservador. ¿Y si pruebo primero con el fisio y, si no va bien, me infiltro?

Mirada de asentimiento y de: “tú verás”.

—Yo creo que es lo que voy a hacer —me reafirmo.

—Vale.

Diciendo esto, el traumatólogo da por concluida la visita.

—Perdone. —mira que me molesta insistir, pero no me queda otra—. Si al final me tengo que infiltrar, ¿cómo procedo?

—Pide cita en dos semanas y te pincho.

Y ahora ya sí que concluye la visita, eso sí, no sin antes extender un volante para mí donde escribe: “rehabilitación ambas manos”. Le falta decir: “Hala, búscate ahora la vida para la rehabilitación”, sin olvidarnos de que él no me hace ningún informe donde diga que tengo la tendinitis del puñetero De Quervain… Quien me tenga que hacer la rehabilitación que él pauta, ya se buscará la vida.


Resultado final: como soy veterinario, me he explicado a mí mismo qué es la tendinitis de De Quervain, por qué se me ha producido y qué tengo que hacer para que se me cure; además voy a ayudarme con sesiones de fisioterapia que me relajen la musculatura de la zona; y también me voy a dar en la clínica sesiones de láser terapeútico que controlen la inflamación y reduzcan el dolor; si lo usamos para nuestros pacientes peludos, muy mal no me irán a mí.

¡Qué bien estoy en manos de un veterinario, por dios!



¡Gracias por leer!

Daniel Carazo


295 visualizaciones4 comentarios

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4 Comments


luisetovarb
May 06, 2022

Saludos Daniel, gracias por tu aporte, es bueno saber que no soy el único que vive así. Siguiendo tu crónica en mi caso no fui al fisio, solo me infiltró el traumatologo y 9 meses después, el dolor reapareció, tomaré la opción del fisio que me ha aportado tu crónica. Feliz día

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Daniel Carazo
Daniel Carazo
May 06, 2022
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Espero que te ayuden. Es verdad que es una lesión crónica.

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cacerma79
May 05, 2022

Qué lastima Daniel que algunos profesionales acaben siendo así, aunque no como paciente, yo también como fisio me encuentro con estas situaciones más a menudo de lo que todo el mundo piensa….y tristemente paciente es el perjudicado final, es desesperante…. Mucho ánimo con tu recuperación, estás en buenas manos!


Carlota.

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Daniel Carazo
Daniel Carazo
May 06, 2022
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Y ya no es un buen o mal criterio, equivocarse o no (que todos somos humanos y lo hacemos)… es la actitud y el interés.

Nosotros, como veterinarios, también lo vemos a menudo.

Gracias 😉

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