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Foto del escritorDaniel Carazo

El payaso

Aquí arriba hace frío, aunque creo que yo siento más del que corresponde a este final del día. Llevo meses viniendo al hospital y la verdad, nunca pensé que mis visitas me fueran a traer hasta aquí: la azotea, ese famoso exterior que sale en todas las series de médicos y que es donde los personajes aprovechan para relajarse, o incluso para enamorarse; todo lo contrario de lo que está a punto de ocurrir.

Hoy al llegar, he seguido la rutina de rigor. Unas respiraciones profundas, todavía en la soledad del coche, han bastado para que olvidara mi triste realidad y acogiera de lleno la alegría de Pipín, el payaso que visita a diario a los enfermos oncológicos e intenta hacer más llevaderas sus largas horas en la sala de quimioterapia. Para todos, Pipín soy yo. Para mí, Pipín es ficción.

Nada más entrar a la sala donde habitualmente esperan al payaso, y donde las penas de los presentes eclipsan las mías, en seguida he visto al nuevo. Estaba sentado en un extremo, callado, aparentemente tranquilo, pero sin perder detalle de los movimientos de las enfermeras, igual que un animal salvaje encerrado en una jaula de la que tiene como único objetivo escapar. Era tal el estrés que su gesto manifestaba que, para empezar, Pipín se ha acercado a él; da igual a quien arrancar la primera sonrisa. Cuando el nuevo ha visto al payaso, el desconcierto ha eclipsado momentáneamente sus intenciones. Es normal. La nariz roja y la gran sonrisa dibujada sobre mis labios sorprende en una sala donde se hace de todo menos reír. Pipín es veterano, y sabe reaccionar ante estas situaciones, por eso, tras merodear un rato cerca de él, ha decidido dejarlo tranquilo y pasar a entretener a los que ya le buscaban con más ganas de distracción.

Cinco o seis chistes después, el caos se ha apoderado de la sala. El nuevo, en un descuido del personal sanitario, ha aprovechado para arrancarse todos los tubos que le conectaban a la medicación y, arrollando a todo el que se le ha puesto por delante, ha salido corriendo, y llorando.

Así es como he llegado aquí, a la azotea, porque, de manera instintiva, Pipín ha seguido al grupo que ha intentado detener al fugado hasta detenerse a unos metros de la cornisa del edificio en la que se ha colocado el nuevo y donde, un solo paso más, marca la diferencia entre la vida y la muerte.

El nuevo, indeciso, solo mira hacia el vacío que supone el salto, y la gente solo le mira a él, pero nadie se atreve a actuar. Nadie se atreve a acercarse más por miedo a provocar la caída fatal.

—Vamos a esperar a que vengan los de psiquiatría —dice uno.

—¡Por dios, que no se tire! —exclama una enfermera.

—¿Dónde están los de seguridad? —susurra otro.

—Que alguien avise a los bomberos —añade el más peliculero.

Sin escucharlos, el nuevo cada vez está más cerca del salto, la gente más lejos de ayudarlo y eso hace que el frío cada vez apriete más.

Yo estoy en la última fila, detrás del grupo de perseguidores, temblando y con rabia por no saber cómo actuar. No puede ser que una persona acabe así con su vida sin que nadie haga algo por evitarlo. ¡No puede ser! Pero no sé cómo ayudar.

De repente, es Pipín quien toma la iniciativa. Siento que él sabe lo que hay que hacer, o al menos quiere intentarlo, y por eso decido dejarlo actuar. Si él a diario me ayuda a mí, seguro que con el nuevo también lo puede hacer.

Entonces Pipín muestra la más grande de sus sonrisas y empieza a andar, con grandes pasos, haciendo cosquillas a todos los que tiene por delante para que, demasiado sorprendidos, se callen y le dejen pasar. Así, el payaso llega a la primera fila. Hace caso omiso de los comentarios que empieza a escuchar a sus espaldas y se coloca justo detrás del nuevo. Con mucho cuidado, le toca ligeramente en la espalda, para que se gire antes de saltar. Él, al notar el tacto de la mano ajena, en efecto se vuelve, seguramente solo por la curiosidad de ver quién ha tenido la osadía de hacer algo tan arriesgado. Sus ojos analizan al payaso, la peluca de rizos naranjas, el largo abrigo azul, los botones amarillos, los grandes zapatos de cartón piedra y, finalmente, la gran sonrisa, donde se detiene un rato.

Pipín sube a la cornisa, coge la mano del nuevo y, en vez de intentar que se baje, se pone a bailar mientras entona una alegre melodía. El nuevo se deja hacer y la extraña pareja pasa unos minutos moviéndose, girando, dando algún saltito y aparentemente disfrutando de la música. Pipín está en su papel, y yo le sigo dejando hacer. Cuando acaba la canción, el payaso detiene el baile, suelta la mano de su compañero y se coloca más cerca del borde de la cornisa. El silencio es sepulcral. El nuevo, sorprendido por el movimiento, le mira asustado. Pipín coge aire, abre los brazos para expandir el pecho, echa la cabeza hacia atrás y parece que se dispone a saltar. Todos los presentes ven cómo, con ligeros movimientos de los dedos, el payaso está haciendo una cuenta atrás. Cinco, cuatro, tres, dos, uno… Justo cuando Pipín adelanta demasiado el pie derecho, el nuevo se abalanza sobre él, cayendo los dos al lado bueno de la cornisa, a los pies del paralizado público.

Pipín tiene los ojos cerrados. Cuando los abre se encuentra los del nuevo, azules, llorosos, fijos en los suyos, y entonces es cuando entiendo que, en ese momento, a quien mira el enfermo aliviado de haber salvado una vida no es a Pipín, sino a mí.

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