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Foto del escritorDaniel Carazo

No me da la vida

No me da la vida.

¡Cuántas veces habré repetido esa frase! Ante cualquier situación de sobrecarga, esa ha sido mi excusa habitual si no he hecho algo que se me requería.

—Pero qué quieres, si es que la vida no me da para más—he dicho.

—Lo siento, no he llegado. Es que últimamente no me da la vida —he dicho también.

Nunca había sido consciente de estar usando una excusa tan simple hasta que la persona a quien había pedido ayuda habló conmigo. Llevaba meses sintiéndome mal y, sin estar del todo convencido, me puse en sus manos. Tras varias semanas de búsqueda y unos últimos días de angustiosa espera, por fin, en aquella habitación donde tantas veces nos habíamos reunido antes, me dio su veredicto.

No me da la vida.

Recuerdo que esa fue la primera frase que me vino a la cabeza cuando ella terminó de hablar y se quedó mirándome, esperando mi respuesta.

«Ahora sí que no me da la vida», me dije.

—Ahora sí que no me da la vida —le dije.

Sonrió. Lo que menos me esperaba es que lo hiciera, pero lo hizo: sonrió como si le hubiera contado un chiste; sonrió como si fuera un momento feliz. Y me volvió a mirar expectante, esperando una vez más mi reacción.

Pocas veces me he sentido tan desconcertado. Su sonrisa no desaparecía y yo no sabía qué hacer. Intenté sonreír. No lo conseguí y el efecto fue aún peor: ella lo hizo aún más.

Me levanté y me fui. Hui más bien. No pude soportar verla feliz. Ella no hizo nada por detenerme.

Pasaron días de incertidumbre, silencio, abatimiento, angustia, desolación… Incluso ganas de terminar antes de empezar. No se lo dije a nadie. ¿Para qué? Nunca he querido compasión ni miradas de impotente ternura. Me aislé y tuve miedo. Miedo a lo desconocido.

Así estuve hasta que no pude más, y decidí volver.

No sabía si me iba a querer recibir, temía que me rechazara por haberme ido de aquella manera. Me equivoqué. Me recibió con un abrazo, y cuando nos separamos volvió a extender aquella sonrisa que para mi sorpresa entonces me reconfortó. Y me hizo sonreír. Por primera vez desde mi huida, sonreí. Sonreímos juntos, mirándonos a los ojos y durante unos escasos segundos que a mí se me hicieron horas; hubiera pagado para que no terminaran nunca.

—Siéntate, y cuéntame —me dijo, como si reanudáramos la conversación que yo decidí interrumpir.

Dejé de sonreír. Y aunque con todas mis fuerzas traté de evitarlo, me eché a llorar. Lloré como hacía años que no lo hacía. Lloré hasta que mis ojos, agotados, se secaron por completo. Ella esperó paciente, siempre con su enigmática sonrisa.

—¿Por qué sonríes? —Fue lo primero que se me ocurrió preguntar.

—¿Y por qué no?

—Tengo cáncer.

—Ya lo sé. Te lo he dicho yo.

—¿Y eso es gracioso?

—Para nada. Es muy serio, y así me lo tomo.

—¿Entonces?

Entonces fue cuando me explicó que sí, que tenía cáncer, y que íbamos a luchar contra él todo lo posible, pero que le hizo tanta gracia la frase que solté tras conocer el diagnóstico que sonreía cada vez que se acordaba de ella.

—¿Ahora sí que no te da la vida? —me preguntó— ¿Eso crees de verdad?

—Tú dirás. Dijiste que era grave.

—Y lo es.

—¿Entonces? —repetí la misma pregunta.

Nuevamente entonces fue cuando me explicó que tener cáncer es duro, muy duro, para mí y para los demás, pero que también era el momento en el que mi vida debía cambiar; yo debía cambiar. Se abría ante mí un nuevo camino, uno que ojalá nunca se me hubiera presentado pero al que me enfrentaba sin posibilidad elección, un camino desconocido y posiblemente lleno de piedras por el que, si me dejaba ayudar, seguro podría andar e incluso conseguir disfrutar algún tramo.

—¿Disfrutar?

—Eso he dicho.

—¿Cómo puedo disfrutar de la enfermedad?

—No puedes disfrutar de la enfermedad.

Antes de realizarle por tercera vez la misma pregunta, ella se adelantó.

—¿Repites la frase que me dijiste, y me hizo tanta gracia?

—Claro: ahora sí que no me da la vida.

—Efectivamente. Y esa es una de las cosas que me gratifica de mi profesión.

—¿Que a tus pacientes no nos dé la vida?

—Así es. Que no os dé la vida porque empezáis a disfrutarla. Es una pena que no lo hagáis antes pero créeme que, después de verme, y dejaros ayudar, todos aprendéis a disfrutar tanto de lo cotidiano, de lo que antes no era importante, que os faltan minutos para saborear lo que os rodea. Vas a vivir la vida intensamente, vas a ver cosas que los demás no sabemos apreciar, vas a aprovechar cada instante porque no sabes cuándo dejarás de hacerlo.

Esperó, paciente, que me calaran sus palabras. Luego siguió.

—Mi trabajo también es muy duro. Hubo una época en que pensaba que no lo iba a poder soportar hasta que uno de vosotros, llegando al final, me dio las gracias.

—¿Las gracias?

—Me agradeció que le hubiera permitido disfrutar de la vida como no lo había hecho hasta el momento en que supo que se iba a terminar. Entonces comprendí que, ya que no lo hacemos antes, tenía que conseguir eso de todos y cada uno de los que a partir de ese día pasaran por mi consulta.

—¿Y lo consigues?

—No siempre, pero cuando lo hago me siento bien.

—No sé si voy a ser capaz.

—Tú solo, jamás. Te tienes que dejar ayudar. Hasta que realmente no te dé la vida.

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