Noche de terror

No tenía que haber salido. No tenía que haber respondido a su llamada. Tiemblo, y no es por la humedad que el orballo se encarga de introducir a través de la lana del viejo jersey que ya me arrepiento de haber cogido como única protección.

Oculto detrás de su nicho, una y mil veces me pregunto qué hago yo buscándola. Nadie quiere ver a la joven hija de aquel indiano que volvió a la tierra natal solo para que su progenitora envejeciera tanto en apenas unos meses que acabó muriendo anciana sin que ningún médico pudiera explicar el suceso.

Esta noche, cuando todavía la luna trataba de iluminar las vacías calles de la aldea, el lamento de la desdichada se ha escuchado de nuevo, y yo he venido a presentarme. Lo necesito porque siento que los años están pasando también demasiado rápido para mí.

Otro desgarrador chillido acaba de helarme la sangre. No soy capaz de mirar. Solo siento su indudable presencia sobre la gruesa placa de mármol en la que pone su nombre, y casi el siglo pasado desde su muerte.

Me tapo la cara con unas manos que descubro ásperas, arrugadas y retorcidas, no las fuertes y jovenes que tenía ayer. De repente percibo que la piel que palpo en mi rostro está surcada de profundas grietas y no encuentro la espesa mata de pelo que me caracteriza.

Quiero huir, quiero abandonar este pequeño camposanto para volver al calor del hogar, pero ya es demasiado tarde. Ella se acerca, me rodea con sus brazos y el lamento que acompaña al suyo es el mío despidiéndose del lugar.