TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 7 de 16)
Me tumbé al lado de mi mujer, disimulé mi agitación, y solo cuando conseguí estar más relajado entendí que no había chocado con la señora Arbiza, y que nadie se había dado cuenta de mi paso por la habitación 516.
El resto de la tarde y la noche transcurrieron con normalidad: visita a la ciudad y cena en la zona del puerto. Eso sí, al no volver a ver a mi sospechosa desde antes de abandonar la piscina, y siendo como iba a ser la última noche que pasaba en ese hotel, me pasé buena parte de ella sentado en la terraza, con la excusa de no poder dormir, y la única y firme intención de controlar cuándo y con quién volvía la señora Arbiza, si es que lo hacía. Quería confirmar que lo hacía sola, sin su marido, y buscar entonces cualquier excusa con el personal del hotel para que reclamaran al desaparecido señor Arbiza, a ver cómo reaccionaba ella.
Fue bien tarde cuando al fin la vi llegar, y aunque disimuló arrimándose a otra turista, yo, que la había localizado desde lejos, supe al instante que volvía sola y que ejecutó ese último y estratégico movimiento para entrar al hotel acompañada, lo que a mi modo de ver la delataba todavía más.
Dando gracias a que mi familia se hubiera dormido pronto, me acerqué sigilosamente a la puerta de nuestra habitación y, cuando escuché cómo entraba ella en la de al lado, salí directo una vez más al mostrador de recepción. Tuve suerte de que estuviera de guardia otro empleado diferente al de la tarde, y al de la mañana.
—Buenas noches —le abordé bruscamente—. Necesito que localice al señor Arbiza, de la 516.
La cara del recepcionista mostró su sorpresa e intención de averiguar el motivo por el que debía molestar a un cliente a esas horas.
—Es urgente —me adelanté —, se lo aseguro.
Nuevamente mi fingida seguridad surtió efecto porque el hombre, tras vacilar escasos segundos, al fin levantó el teléfono y marcó un número de tres cifras: el cinco, el uno y el seis. Tras susurrar con quien le hubiera atendido la llamada se volvió a dirigir a mí, tapando el teléfono con la mano, y me dijo.
—Dice la mujer del señor Arbiza que él está dormido, y que le diga a usted, señor Carazo, que todo está bien y que no tienen ningún problema. Que si quiere usted, puede hablar con él por la mañana.
Me quedé lívido. ¡Ella sabía quién era yo!, ¡y se atrevía a ofrecerme hablar con el muerto a la mañana siguiente! Desde luego tuve que reconocer que no tuvo mejor manera de pararme los pies y dejarme sin argumentos delante del somnoliento recepcionista. Después de eso no pude más que excusarme con el empleado y volver al refugio de mi habitación, lo cual hice temblando y desconcertado. Me encerré en ella y, una vez más, pasé el resto de la noche en vela, casi agradecido de que al día siguiente nos cambiáramos de isla y fuera a perder de vista a la señora Arbiza y su crimen. ¡Quién me mandaba ponerme a jugar a detectives! Lo que hubiera hecho esa mujer no era problema mío y, por supuesto, no iba a arriesgarme a que me pasara a mí lo mismo que a su seguro difunto marido.
… Seguirá.
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