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Foto del escritorDaniel Carazo

Un día cualquiera

Querido lector, hoy te voy a pedir un esfuerzo: según leas este relato, quiero que te conviertas en su protagonista. Me gustaría que te olvides de quién eres, de dónde estás y, si es posible, de tus problemas para que, mientras estés distraído con estas líneas te imagines que eres tú quien las vive. Es un ejercicio que todos, alguna vez, deberíamos realizar.

 

De esta manera, imagina un día cualquiera en el que empiezas la jornada justo unos segundos antes de las siete de la mañana, momento en el que bajas el botón que apaga el despertador. No le has dado tiempo a ejercer su función ya que, como cada mañana, llevas ya más de media hora despierto. A pesar de que cada día haces lo mismo, estás seguro de que esa próxima noche, antes de acostarte, te asegurarás de que el mismo despertador esté en hora, de que la pequeña aguja roja siga delante del número siete y dejarás levantado el botón que acabas de bajar para que, al día siguiente te vuelva a despertar a las siete, si es que no lo has hecho ya. ¿Por qué lo harás? Por inercia, porque realmente ningún día tienes la necesidad de amanecer tan temprano.

Con los ojos abiertos y tumbado boca arriba, aguantas casi otra media hora en la cama. Lo haces con la ilusión de volver a conciliar el sueño ya que algún día lo has conseguido. Cuando te convences de que no vas a dormir más, retiras la vieja colcha con la que te cubres —sobre todo la zona lumbar, que es la que coge frío— y te incorporas hasta conseguir sentarte en el borde del colchón, con los pies en el suelo y las manos hacia atrás, evitando así que caiga todo el peso corporal en tu maltrecha espalda. Realizas los movimientos de cuello que el médico te ha aconsejado no abandonar y por fin, desplazando las manos hasta los laterales del cuerpo, para ayudarte mejor con ellas, consigues ponerte de pie, o casi, porque todavía te lleva un rato ganar la estabilidad bípeda. Es lo que tiene la artrosis: por la mañana, en frío, duele más.

Más despejado de lo que te gustaría, con pasos pequeños y lentos vas al cuarto de baño. Mientras orinas, tienes tiempo más que de sobra para rememorar aquellos años en los que jugabas con el chorro a recorrer concéntricamente la superficie interna del retrete; ahora no consigues presión ni caudal suficiente para disfrutar del proceso. Una mirada rápida al espejo te muestra la imagen que cada día evidencia mejor el paso del tiempo. No te importa demasiado, porque has asumido tu edad como un proceso natural, pero tampoco te recreas con el cambio.

En la cocina, lo primero que haces es encender el transistor: Radio Nacional, la que te acompaña todas las mañanas desde la jubilación; es porque no tiene publicidad, y por costumbre. Te preparas el tazón de leche —caliente y con café soluble—, echas una única cucharada de azúcar —de la blanca—, y lo disfrutas despacio, junto a una tostada empapada con el mejor aceite que tu presupuesto te ha permitido comprar en el supermercado del barrio. El locutor de turno —hace tiempo que has dejado de fijarte en quién es— es tu única compañía en esa larga media hora. Recogida la cocina buscas el teléfono móvil porque, una vez más, no recuerdas dónde lo dejaste la noche anterior. Por fin lo encuentras entre los cojines del sofá, donde cabeceaste de madrugada viendo el partido de fútbol. El símbolo del Whastapp —ya has aprendido a usarlo, menos mal— está adornado con un círculo rojo y el número siete en su interior. Malo. Intuyes qué ha pasado incluso antes de leer los mensajes.

Justo cuando te sientas en el sillón —el más cercano a la ventana, para tener mejor luz—, todavía en pijama y sin asearte, dispuesto a leer los siete mensajes pendientes, el estridente sonido que emite el móvil hace que este casi se te caiga al suelo; la vibración además facilita que se resbale entre los ya deformados dedos.

—¡Papá! —exclama tu hijo— ¿No has visto los mensajes?

—Buenos días, hijo —respondes—. Me acabo de levantar.

—¡Iker está malo! ¡Toda la noche con fiebre! Te lo llevo, que me tengo que ir a trabajar.

—¿Ahora? —preguntas, sabiendo la respuesta y pensando que esa mañana tenías cita en el médico.

—¡Papá! ¿Cuándo si no? Por eso te he mandado los mensajes, para que puedas organizarte con tiempo el día. Si miraras el móvil más a menudo… Ahora nos vemos.

Y tu hijo corta la llamada.

Te quedas un momento asimilando lo que acabas de escuchar. Miras el hilo del Whastapp que compartes con tu heredero y compruebas que te ha mandado los mensajes a las dos y treinta y cuatro de la madrugada; los siete a la vez. Sin darle más importancia, y siempre con el afán de ayudar —tiene tanto trabajo, que no puede hacerse cargo de todo— decides acelerar tus tareas matutinas para poder atender al nieto en cuanto llegue. Ese día decides no ducharte, total con la edad has dejado de sudar y ya lo hiciste el día anterior, además entrar a la bañera te da cada vez más miedo, por lo de resbalarte. Te pones delante del espejo, te acaricias el áspero mentón, miras la cuchilla y la espuma de afeitar, luego extiendes la mano derecha para valorar el temblor del pulso y, finalmente, rechazas afeitarte porque te sigues negando a usar la maquinilla eléctrica que te regalaron no recuerdas en qué Navidades.

Vestido con tu estilo habitual —pantalón de pinzas, camisa y zapatos— te sientas en la mesa del despacho, esa en la que habitualmente pasas el rato trasteando con el ordenador, e intentas rescatar la cita del médico que tienes que anular. Antes de conseguirlo, el sonido del timbre de entrada interrumpe tu tarea. No puedes evitar pensar en lo rápido que esa mañana ha llegado tu hijo en comparación con las visitas de fin de semana, pero, como siempre, no le das más importancia y te levantas, todo lo rápido que te permiten las piernas, para abrirle y que pueda irse pronto a su trabajo.

—¿Estás bien, papá? —pregunta en cuanto le abres la puerta de casa.

—Sí, claro ¿Por?

—Como has tardado tanto en abrir, me he preocupado.

No te molestas en explicarle, una vez más, que por desgracia tus movimientos son lentos, y le facilitas el paso al salón. Él, con tu nieto en brazos y una enorme bolsa de tela colgada del hombro, pasa por tu lado sin ofrecerte si quiera un beso, y te da instrucciones.

—Está mejor. Al salir de casa solo tenía treinta y ocho, pero la noche ha sido toledana. Te traigo el ibuprofeno, el paracetamol, el jarabe de la tos y el de los mocos. También te dejo por si acaso ropa de cambio, que ya sabes que con la fiebre a veces se mea. La tarjeta sanitaria va en la funda donde están todos los papeles del médico. Te llamará la pediatra, que eso ya lo he gestionado yo y así tú no tienes que preocuparte. Le cuentas cómo está y que te mande antibiótico. Eso no se te olvide, el antibiótico es muy importante. ¡Ah!, y dile también que tiene los ojos malos, ¡no veas qué legañas!, así que también te tendrá que recetar un colirio. Si dejas todo comprado luego te lo pago. Yo creo que está todo ¿no?

—Creo que sí —respondes con tu nieto ya en brazos y el contenido de la bolsa de tela esparcido por la mesa del salón— Una cosa, hijo, ¿me puedes ayudar?

—Dime a ver, ¡que voy volado! —concede, mientras se ajusta la corbata y la chaqueta.

—Es que tengo que anular la cita del médico…

—Que no, papá, que te acabo de decir que te llamará a ti la pediatra.

—El mío, hijo, mi médico. Hoy tenía cita con el cardiólogo.

—Pues cámbiala a video llamada. Te lo he dicho mil veces. ¿Para qué ir al hospital cuando puedes hablar desde casa?

—No sé si me apaño. ¿Me lo puedes mirar un momento?

—Ahora no —esto lo dice mirando el reloj de su muñeca y empezando a andar hacia la calle—. Es muy fácil: entras en la web, pones el usuario y la contraseña y eliges la opción de la cámara. Lo hicimos hace un tiempo ¿te acuerdas?

No te atreves a decirle que no, que no te acuerdas ni de cómo hacerlo ni del usuario y la contraseña que él eligió y te dijo que, por alguna razón, no hacía falta apuntar. Así que tu heredero sale por la puerta más rápido de lo que ha entrado y te quedas solo, con tu nieto en brazos y demasiadas cosas por hacer. Echas a Iker encima de la cama y le miras con cariño. Piensas en lo que se parece a su padre y te vuelves a extrañar de la decisión de no llamarlo Mariano, como tu padre, pero decides, una vez más, no darle importancia y aprovechar su sueño para adelantar las tareas lo máximo posible antes de que no te deje ni un minuto libre.

No te hace falta buscar una vez más el móvil, porque él mismo empieza a sonar. Es tu hijo.

—Papá, que se me ha olvidado: como está malo, tiene una clase por Zoom. Tienes que conectarte a las diez.

—¿Eso era por el ordenador?

—Ja, ja… ¡Claro! Pero no te preocupes, porque él sabe hacerlo. ¡Luego hablamos!

—Espera…

No espera, y corta una vez más la llamada.

Evitando bloquearte te sientas un momento en la silla del dormitorio. Necesitas reflexionar y priorizar las siguientes acciones. Decides que lo primero será dejar todo preparado para recibir la llamada de la pediatra, luego intentarás lo de tu médico y, finalmente, irás buscando en el ordenador eso del Zoom, porque sabes que tu nieto preferirá jugar a algún video juego antes que asistir a esa clase, y te liará de alguna manera.

Miras el móvil. Sesenta y dos por ciento de batería. Vas al despacho, lo pones bien a la vista y, por supuesto, cargando. Así, cuando llame la pediatra, no habrá complicaciones. El siguiente paso es volver al ordenador y buscar la página web del seguro médico. Te la puso tu hijo en la parte de arriba del Internet Explorer, y ahí sigue el logo de la compañía. ¡Menos mal! No sabes por qué, pero a veces no aparece, y entonces tienes que llamarlo y molestarle. ¡Con lo liado que está! Accedes con facilidad a la página web del seguro médico pero la tarea se complica cuando, efectivamente, te pide un usuario y contraseña. Menos mal que, casi a escondidas de tu hijo, hace tiempo que decidiste apuntarlas todas en un cuaderno, porque, aunque él dice que el ordenador las guarda automáticamente, tú nuca te has enterado de cómo, ni dónde. Rescatados los datos los introduces en el ordenador, aunque te cuesta repetir el proceso tres o cuatro veces ya que te lías con las mayúsculas, las minúsculas y con el símbolo ese que parece un dólar y que no te acuerdas de con qué combinación de teclas se escribe. Por fin, casi a la hora en la que tenías la consulta, accedes al lugar donde figuran tus próximas citas y, efectivamente, allí está la que tenías programada para esa mañana. Anularla es fácil, pero por más que le das al símbolo de la cámara, no responde nadie, y te frustras. Pruebas el símbolo del teléfono con el mismo resultado, así que, a riesgo de ocupar la línea por la que te tiene que llamar la pediatra, decides llamar tú un momento al seguro médico para concretar una nueva cita; presencial, por supuesto.

Un grito de Iker te lleva casi en volandas al dormitorio, donde el pobre se ha despertado, no sabes si porque se ha asustado al no verse en su casa, o por la humedad que empapa su pijama… y tus sábanas, colcha y colchón. Al momento se le ilumina la cara al reconocerte. ¡Su abuelo! La alegría que manifiesta nunca sabes si es por estar contigo, o porque estando contigo sabe que dispone de ciertas libertades que en su casa no disfruta; te da igual, es tu nieto y está feliz. No hay más que hablar.

Cuando has superado el cambio de ropa —del niño y de la cama— son casi las diez.

—¡Iker! —le llamas, porque está en el salón viendo no sabes qué dibujos animados que ya emiten a esa hora— Me ha dicho tu padre que tienes clase. ¿Ponemos el ordenador?

—Voy abuelo. Vete encendiéndolo.

Parece que sabe que habitualmente tu ordenador tarda unos minutos —casi cinco— en arrancar, así que esta vez, le puedes sorprender.

—Ya lo tengo listo.

El niño acude al despacho y mira incrédulo la pantalla. Luego, sabiendo que se lo vas a pedir, te echa de la silla y se coloca él delante del teclado.

—Cómo molan estas teclas, abuelo —dice, aporreando con fuerza cada una de las letras.

—Vale, vale, déjalo que lo vas a romper. Y pon lo de tu clase, anda.

Con rápidos movimientos del ratón, y por ende de la flecha del cursor, el chaval va abriendo pantallas hasta quedarse delante de una y resoplar.

—Jope, abuelo, que hay que actualizarlo.

—¿El qué? —preguntas, pensando que el ordenador solo tiene seis o siete años.

—Pues el Zoom, ¿qué va a ser si no?

Y mientras una barrita se va rellenando de azul compruebas cómo tus temores se hacen realidad y tu nieto hace emerger un campo de fútbol en la pantalla y empieza a jugar al deporte que le apasiona.

Decides no decirle nada, al menos hasta que toda la barra sea azul. En ese momento, el balón se congela en el pie de un jugador y, como por arte de magia, surge la imagen y la voz de una profesora.

—Iker. Ya era hora. Hemos empezado la clase.

—Es que estoy con mi abuelo.

—Ah, entonces está claro —justifica la profesora con una naturalidad que te asombra, y molesta—. No te preocupes. Seguimos con la lección.

—Abuelo —dice el nieto, haciendo ademanes para que te vayas—, que pongo la cámara.

Tú te vas, pero, como no te fías de que reanude el partido, te quedas vigilante detrás de la puerta, al menos hasta que las rodillas te lo permiten, que es menos tiempo del que dura la clase.

Cuando estás más tranquilo respecto a la responsabilidad de tu nieto, te sientas un rato en el salón, en tu sillón habitual, y te quedas traspuesto. Lo que te despierta es el timbre del móvil. Tardas unos treinta segundos en recordar dos cosas: quién te tenía que llamar, y dónde lo habías dejado. Sobreponiéndote al dolor por la rápida activación de las lumbares, te levantas todo lo rápido que puedes y entras directamente al despacho. No das mucha importancia al sobresalto de tu nieto, ni al hecho de que tenga unos cascos puestos y desaparezca, no lo suficientemente rápido, el campo de fútbol. Cuando por fin alcanzas el móvil, este ha dejado de sonar.

—¡Vaya por dios! —exclamas molesto, mientras buscas la llamada perdida.

—Volverá a llamar, abuelo —te dice el nieto, escuchando de nuevo a su profesora.

No le haces caso e intentas llamar tú al último número que ves en la pantalla. Te salta el buzón de voz de la persona que te ha intentado localizar. Quieres volver a contactarla, por si es la pediatra de tu nieto, para que te vuelva a llamar, pero, justo antes de conseguirlo, un pitido del teléfono te distrae. Interrumpes tu intención para acceder a la aplicación que muestra el círculo rojo, esta vez englobando el número uno, y lees un mensaje que te comunica que acabas de recibir una llamada perdida alguien que no conoces. Vuelves a llamar al número que hizo la primera, sin darte cuenta de que es el mismo de este mensaje. Salta otra vez el buzón de voz. Cuando esta vez sí, has dejado tu recado diciéndole a la pediatra que la estás intentando localizar, te suena un nuevo pitido anunciando otra llamada perdida del mismo número. Sueltas un taco. Miras perplejo a tu nieto quien, en vez de atender a su clase, se lo está pasando en grande con tus peripecias telefónicas. Vuelves a llamar y te vuelves a topar con una voz automática que te dice que el usuario al que intentas localizar está ocupado. Dejas un segundo mensaje diciéndole a la pediatra que lo estás intentando, pero que no la puedes contactar. Te suena por tercera vez el aviso de que tienes otra llamada perdida. Sueltas un segundo taco, esta vez más fuerte. Vuelves a leer el texto que te lo recuerda y decides llamar al número de tu buzón de voz, por si la doctora te hubiera dejado a ti algún recado. Mientras confirmas que no tienes mensajes nuevos, escuchas un molesto ruido de fondo al que no haces caso. Cuando cuelgas, el móvil vuelve a emitir otro pitido, esta vez el que ya reconoces como aviso de llamada perdida. Las risas ya indisimuladas de tu nieto te hacen reventar.

—¡Cojones con el teléfono!

—El taco lo ha dicho mi abuelo —explica Iker a su profesora.

Miras incrédulo a la joven que ahora te habla a ti desde la pantalla del ordenador.

—Caballero, por favor, que estamos en clase.

Te muerdes la lengua antes de tirar el móvil encima de la mesa, salir de la habitación y volver a sentarte en tu sillón. Cuando consigues relajarte, te quedas nuevamente adormilado, escuchando indiferente los goles que canta tu nieto.

No sabes cuánto tiempo ha pasado hasta que te despierta la risa de Iker.

—Abuelo, ¡que te has dormido!

Y lo a gusto que estaba, piensas mientras te espabilas.

—Tengo hambre —reclama el chaval.

Ves con sorpresa que ya han pasado las tres de la tarde y que efectivamente no habéis comido.

—¿Cómo estás, hijo? —dices, tocando la frente del niño y recordando que está contigo porque tenía fiebre.

—Cansado, pero bien, abuelo. ¿Comemos?

Achacas los ojos rojos y las mejillas encendidas del niño a una fiebre que no existe, y no se te ocurre pensar que son del esfuerzo visual de jugar una Eurocopa entera en el ordenador. Como ves efectivamente bien al niño, y no tienes ninguna gana de ponerte a cocinar, le propones salir a la calle para cumplir con la ingesta. Tu nieto accede encantado, pero pronto arruina tus planes de cervecita y tapa en La Cruz Blanca para llevarte al Burger King de la esquina. La última vez que estuviste allí la recuerdas con horror.

Al entrar al local, te aturde el vocerío infantil y la música de fondo. Te diriges al mostrador para pasar el trámite de pedir la comida lo más rápido posible, pero tu nieto, con aires de suficiencia, se planta delante de una gran pantalla donde hay mil imágenes de hamburguesas, patatas, aros de cebolla, barritas de pollo y múltiples bebidas y, sin mirarte ni preguntarte siquiera, va eligiendo lo que le viene en gana. Al final te dice.

—Son veinticuatro con treinta y dos, abuelo.

—¿Y quién me cobra? —preguntas mirando a tu alrededor.

—¿No pagas con el móvil, como papá?

—No me hables del móvil.

Entonces tu nieto imprime un papelito y te coge de la mano —él a ti, no tú a él— para llevarte a un mostrador, donde una chica demasiado joven para lucir tantos tatuajes te repite el importe a pagar. Sacas un billete de veinte euros de un fajo que llevas en el bolsillo, bien sujeto con una goma, y las monedas restantes de un monedero semicircular de cuero del bueno. Dejas el importe justo encima del mostrador, aparentas no darte cuenta de los gestos de la chica hacia sus compañeros para que no se pierdan el detalle de tu monedero y esperas, soportando una vez más los dolores de huesos, hasta que un segundo empleado, más tatuado que la primera, te da dos bandejas llenas con las hamburguesas, patatas, salsas, bebidas, servilletas y helados.

—Pero ¿cuántos vamos a comer, Iker?

Las risas y alegría de tu nieto te dan fuerzas para aguantar mientras él se come todo lo que le apetece; tú te conformas con picar alguna patata frita y beber un poco de Coca Cola.

El ayuno no te impide, ya en casa, retirarte a echar una siesta, dejando que el chaval se empape de televisión todo lo que quiera porque ya te resignas a esperar a que tu hijo vuelva a recogerlo y te permita recuperar tu vida normal. Por fin, cerca de las siete de la tarde, suena el timbre de la entrada.

Tu nieto no abre, por lo que te toca a ti, una vez más, ir hasta la puerta desde el despacho, donde te has intentado aislar de las estridentes voces de los personajes de los dibujos animados.

—¡Vaya día! —exclama tu hijo por todo saludo— Estoy reventado. Iker ¡Nos vamos!

—¿Mucho trabajo? —te interesas.

—Ya te digo —tu hijo por fin te mira—. No sabes las ganas que tengo de jubilarme, papá… Tú sí que vives bien.

No haces mucho caso al comentario y le dices a tu nieto que se dé prisa, que su padre está muy cansado y que ya recogerás tú todos los papeles y rotuladores con los que tiene tapizado el suelo del salón.

—¿Ha tenido fiebre?

—No… No. Ha estado bien —dices, mientras ruegas que no te pregunte más, porque en ese momento eres consciente de que no le has puesto el termómetro en todo el día.

—¿Y la pediatra? ¿Qué ha dicho?

—Eh… Nada. Que no era nada.

—¿No te ha mandado el antibiótico? Mira que te dije que era importante.

—No ha habido manera, hijo. Cómo son los médicos hoy en día… Y el colirio tampoco —te adelantas—. Que le laves los ojos con manzanilla.

Tu hijo suspira, coge la bolsa de tela y sale de tu casa farfullando algo que no entiendes. Tú, bajas la mirada y ves la cara de tu nieto, con la sonrisa más grande que te puedes imaginar y alzando sus bracitos para reclamarte un beso.

—¡Gracias, abuelo!

Ese beso es suficiente para que olvides las dificultades del día, los dolores articulares que se han acrecentado por el sobre esfuerzo y te sientas feliz mientras te preparas una ensalada de pimientos con cebolla —de lata— y das buena cuenta de ella junto a una cervecita bien fresquita, viendo el partido de fútbol entre el Leganés y el Valladolid del que no te enterarás del resultado porque, antes del descanso, ya te habrás adormilado, una vez más, en tu cómodo sillón.

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2 Comments


soylanati
Aug 28

Que tierno, y como reflejas las vida actual.

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Daniel Carazo
Daniel Carazo
Aug 29
Replying to

¡Y qué haríamos sin los abuelos!

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