Golpes, burlas, collejas, zancadillas, meriendas robadas, abrigos escondidos en pleno invierno, deberes destrozados, chicles en la silla, balonazos en el patio... Solo el que ha pasado algo así, sabe de verdad lo que significa. Ahora lo llaman “acoso escolar” pero, en aquellos años, no tenía nombre; o en todo caso: “aguanta como un hombre”, “no seas llorica”, “ya será para menos” o “haz tú lo mismo”.
Así vivió nuestro protagonista desde los diez años, en concreto desde que abandonó, de manera forzada, el calor del hogar, para internarse en lo que se suponía era uno de los mejores centros educativos del país. Sus padres, mal asesorados, lo hicieron por su bien. Ahora, visto con la perspectiva de los años, él no se lo reprocha, aunque en aquel entonces se sintió igual que si lo hubieran lanzado al interior de aquella jaula de los leones que tanto le gustaba ver en el Circo Mundial y que, bruscamente, dejó de ser una ilusión para convertirse en dura realidad.
Siempre fue un niño soñador. Su infancia más temprana la vivió cabalgando entre indios y vaqueros por el lejano Oeste, acompañando a Miguel Strogoff por la estepa siberiana, o viajando por el mundo submarino junto al capitán Nemo. Todo aquello también le sirvió para ser un niño, digamos, un tanto solitario. Le bastaba con tener al lado un buen libro para disfrutar con su lectura, no necesitaba nada, ni a nadie más. Aquella vida de fantasía hizo que su rendimiento académico no alcanzara el nivel que se suponía para la edad, y ese fue el motivo por el que, por consejo de un tío cura, sus padres accedieron, a regañadientes, a mandarlo fuera de casa para completar los estudios.
En el prestigioso colegio donde recaló no tenía acceso a su mundo imaginario. Lo único que le permitían leer eran libros de texto o algunos clásicos literarios digamos, poco apropiados para un chaval de su edad, lo cual, lejos de reforzar la relación con los nuevos compañeros, puso en evidencia una personalidad débil, poco acostumbrada a tener que luchar para sobrevivir, y destapó, para el resto de los alumnos, un blanco fácil de burlas y bromas pesadas con el que entretenerse en los largos ratos de hastío que deparaban los días entre aquellos muros.
Aunque su padre accedió a mandarle allí, pasado un tiempo asumió su error y fue él quien finalmente reaccionó y le salvó, evitando el desastre. Rápidamente se dió cuenta de que su pequeño vástago estaba perdiendo la alegría a la que le tenía acostumbrado: ya no correteaba subido a caballo en el palo de una escoba, ni arrancaba ramas para defenderse espada en mano de los ataques de los piratas. Nadie sabe si intentó sacarlo del colegio, se supone que sí. Lo que sí hizo fue presentarle un nuevo mundo de fantasía en el que poder refugiarse: le enseñó a mirar con otros ojos el paisaje que le rodeaba, aquel que estaba frente a la ventana de su habitación en la residencia, un espectáculo natural que podía contemplar todos los días y que él mismo se encargó de novelar para que su hijo tuviera nuevos personajes con los que disfrutar. Su padre le regaló La Pedriza y la Sierra del Guadarrama.
El hijo sabía que su progenitor escribía, y que era un gran amante de la montaña, pero lo que nunca le había dicho es que tenía escrita una novela en la que sus protagonistas, en vez de seres humanos, eran los maravillosos picos montañosos que había ascendido en tantas ocasiones. “Amores de piedra” se titulaba la novela; solo el nombre, ya lo decía todo.
Como él era muy pequeño para leer esa obra, y en el colegio no le dejaban otros textos que los aprobados por los estrictos profesores, su padre hizo el trabajo de reescribir la novela a modo de capítulos separados que le mandaba puntualmente en sus maravillosas cartas semanales, y que él devoraba por las noches, antes de que apagaran las luces, pasando luego el resto de la velada imaginándose ser parte de las aventuras de aquellos pétreos personajes.
De las complejas relaciones que relataba la novela entre los nuevos héroes que invadieron su imaginación —y que, además, esta vez podía admirar como parte del paisaje que le rodeaba—, nunca se enteró bien: se confundía entre quién se peleaba con quién, o si uno era descendiente del otro; pero eso no fue inconveniente para que reconociera sus nombres en las montañas entre las que se ubicaba el colegio y le sirvieran de refugio para aliviar el tiempo cuando se veía obligado a pasar horas escondido de sus aburridos compañeros.
Así aprendió a respetar a La Maliciosa, la gran señora de la montaña, que con su nombre arrastraba una extraña leyenda acerca de una bruja que antaño arrasó el pueblo de Cercedilla; o imaginó a la giganta Fuenfría, madre de una hija a la que llamó Calzada Romana; o admiró a Montón de Trigo quien, quizá frustrado por la apatía de su vecina, la Mujer Muerta, se dedicó a seducir a picos menores y sembrar la Sierra de Guadarrama de descendientes, a veces reconocidos y a veces no, siempre bajo el consentimiento oculto de su abuelo, Abantos, y la abuela, Peñalara.
Comprobando el disfrute del hijo, el padre continuó con la saga y creó, en capítulos posteriores, el maravilloso mundo de La Pedriza. En él ubicó a personajes aventureros tipo Collado Ventoso, quien se pasaba todo el día haciendo gamberradas con su gran amigo, Canto Cochino, y escondiéndose de las regañinas de las siempre correctas Milaneras, viudas de los míticos Hermanos Cuerdalarga, primeros colonos del lugar. En La Pedriza también presentó a otra familia, los descendientes de Circo Torres y Dedo de Dios, más prolíficos y viajeros y de quien desciende por ejemplo Río Manzanares, adolescente inquieto que, como el chico, dejó pronto su hogar para viajar hasta Madrid y quien tampoco disfrutó de su destino. De esta segunda estirpe familiar también surgió el bandido Collado Cabrón, o su primo, sheriff del lugar y siempre perseguidor, Comedor Termes; las persecuciones entre ambos recorrían los misteriosos e inhóspitos parajes de La Pedriza Central, por los que pocos se atrevían a aventurarse a riesgo de perder la senda y no salir de allí.
Gracias a ese mundo que aquel chico, ahora adulto, sabe imaginario, el padre consiguió que su hijo terminara la estancia en el colegio manteniendo su esencia soñadora, con ilusiones y, sobre todo, con mucha imaginación. Nada de lo vivido allí fue capaz de robarle aquellos nuevos amigos que nunca le fallaron y que siempre estuvieron ante él para escucharle y consolarle.
Cuando el chico salió de aquella institución, ya casi adulto, continuó su formación universitaria estudiando, como no pudo ser de otra manera, Lengua y Literatura española. Adquirió personalidad para elegir y acercarse a los que le querían como era, alejándose de los que siempre se han reído de los diferentes al grupo. Así, con mejores compañías, completando su formación universitaria y pasando por varios trabajos, aquel niño asustado, y adolescente valiente después, llegó a ser quien es actualmente: un afamado escritor.
El chico solitario, a quien salvó su padre gracias a un mundo imaginario, ahora vive de sus creaciones literarias y el éxito de estas proviene, en gran parte, de una gran originalidad nunca vista hasta el momento, característica cuyo origen es motivo de innumerables preguntas por parte de los periodistas pero que él, en público, nunca es capaz de explicar. En privado, en su mundo interior, él sabe que no solo escribe, sino que disfruta de la vida, de la gente y de todo lo que le rodea, gracias a aquellos grandes amigos que conoció a través de las creaciones de su padre, a quienes por cierto a lo largo de su vida ha vuelto a visitar siempre que ha podido. De todos ellos hubo uno a quien, en secreto, más admiró: fue a Yelmo, un chaval grandullón de quien el resto de los personajes se mofaba por su gran tamaño y quien, paralelamente a nuestro protagonista, consiguió sobreponerse a todo aquello para ser, en la actualidad, uno de los lugares más bellos y emblemáticos de su querida Pedriza.
Comments