Sé que para ti también ha llegado el día. Por fin. ¡Llevamos tanto tiempo esperando! ¿Cuánto? Ya ni me acuerdo… ¿Un año?, ¿año y medio?… Solo sé que ha sido una eternidad, un mal sueño, un esfuerzo; pero ya estamos aquí.
Nunca me olvidaré cuando empezamos con esto. Eras joven, y yo inexperto. ¡Menuda combinación! Aún así, ahí nos lanzamos, con toda nuestra ilusión y cariño.
Recuerdo los primeros días que vinimos. Cómo te asustabas. Te daba vergüenza, te escondías detrás de mí, te inhibía que todos quisieran saludarte e incluso que llamaras la atención más que yo mismo. Se suponía que yo era el que sabía hacer, el que te tenía que enseñar, el que conocía el método de trabajo; pero, a pesar de todo eso, y a pesar de que tus inicios fueron un desastre, desde que llegaste aquel lejano primer día conmigo, tú fuiste el protagonista. Todo el mundo se fijaba en ti, te perdonaban ser tan esquivo, tan huidizo, tan despistado a veces. Y yo me preocupaba, me veía incapaz de enseñarte, me daba pena tu miedo pero tenía que darte confianza y dejarte hacer, sin presionarte y con cariño pero con tesón y un poco de disciplina, como buen padre. Reconozco que algún día me vi superado por la situación; recuerdo aquella vez que incluso te escondiste detrás de unos sillones para que te dejáramos tranquilo. Estuve a punto de rendirme, de sentirme vencido por tu miedo y seguir yo solo, como había estado haciendo hasta ese momento a pesar de no sentirme del todo realizado; por eso te traje, y por eso ese, y otros días similares, decidí seguir adelante, siempre contigo, sabiendo que llegaría el día en que tomarías las riendas y yo sería solo tu acompañante, como efectivamente así ha sido.
Hoy, en este primer día tras el maldito confinamiento, en este anhelado reencuentro, según aparco el coche y te miro te veo feliz, nervioso, mirando por la ventana la entrada a la residencia donde tan mal lo han pasado, esperando prudente a que termine mis maniobras y podamos salir. Sé que lo vas a hacer corriendo y sin esperarme. Y yo iré detrás, igual de nervioso y contento pero asumiendo el papel de segundón que tu buen hacer me ha otorgado y que yo asumo con gran alegría. Has conseguido hacerlo mejor que yo, y ellos están mucho más felices con nuestras visitas.
No te lo he contado, pero ayer hablé con la directora de la residencia. Han sido muchos los que han sido vencidos por la enfermedad y no van a estar hoy con nosotros. Va a faltar Antonio, ese de las manos huesudas y retorcidas que hablaba tan poco; y Felisa, la que siempre te daba algún premio pensando que yo no la veía; y doña Teresa, la que más arreglada iba de todos, queriendo quizá demostrar que mantenía el mismo estilo que en su lejana juventud; y Carmen, la que coqueteaba divertida con Luis, el cual por lo visto fue irse ella y tardar poco en acompañarla él; y Fulgencio, el que te contaba historias de sus tiempos en el pueblo y de cómo pasó la guerra… ¡La guerra! Toda una generación que la sobrevivió y a quienes esto ya les ha pillado mayores. Los que faltan han muerto por la enfermedad, eso está claro y maldito sea el virus, pero yo creo que también por soledad. Un simple virus es el que los ha mantenido aislados, el que ha impedido que tú y yo, por ejemplo, hayamos podido seguir viniendo a verlos, a acompañarlos, a darles cariño y a hacer un poco mejor sus monótonos días encerrados entre las cuatro paredes y el pequeño jardín del centro.
Sé que vas a echar de menos a los ausentes, que los vas a buscar nervioso hasta que entiendas que ya no los vamos a volver a ver; pero están los demás: está César, esperando que te sientes a los pies de su cama y escuches su cascada voz con lo que te quiera contar hoy; está Elvira, quien seguro se sigue poniendo nerviosa cuando te acerques a ella, porque todavía te tiene algo de miedo, pero estará deseando que lo hagas y así lo demostrará su sonrisa; está Manolo, pendiente para que le acompañes en su paseo alrededor del jardín y esperes paciente cuando se detenga a recuperar la respiración, porque por lo visto es de los pocos que ha superado la enfermedad aunque eso le ha mermado bastante la capacidad pulmonar.
Por fin te abro la puerta del coche y efectivamente sales disparado, dejándome atrás. Yo creo que tienes todavía más ganas que yo de volverlos a ver. Como tienes que esperar a que nos abran la puerta de acceso, entramos juntos, y eso me permite disfrutar del momento. Entras como una exhalación, pasas por delante de la directora sin hacerle mucho caso, sabiendo que no es ella quien más te necesita, y vas directo al salón donde tu aparición es una fiesta. Cuando te ven, aprecio sonrisas que borran el cansancio acumulado, ojos vivos y brillantes que destierran tantas lágrimas derramadas en soledad, rostros felices después de tantos meses expresando miedo e incertidumbre. Consigues, solo con tu presencia, que la vida vuelva donde ha habido tanta muerte. Pero lo que más me impresiona no es eso; lo que más me impresiona es que no tienen miedo a tocarte, están deseando acariciarte y sentir en sus viejas manos la suavidad de tu pelo, sentir en sus arrugados rostros el calor de tus lametones. Después de tanto tiempo solos, y de la angustiosa falta de contacto físico que todavía se impone entre nosotros, los humanos, saben que tú, mi querido Sam, les puedes dar todo eso sin hacerles sentir miedo.
Hoy, el primer día que hemos podido salir a la calle, no hemos dudado en venir aquí, y me alegro por ello, porque me has permitido entender con toda su intensidad lo que significa la palabra reencuentro.
Relato ganador del concurso de relatos "el reencuentro", organizado por GEPAC (grupo español de pacientes con cáncer), fallado en el Ateneo de Madrid, Mayo de 2022.
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